jueves, 5 de junio de 2014

Bajo las lagrimas: lucha,


Dedicado a mi princesa negra.


Veredicto: muerte. Día de la ejecución: pronto, muy pronto. Tal vez demasiado. Hace unas horas que me lo ha comunicado el médico. Según los manuales es hora de hacer balance. Yo soy muy de manual. Ante la muerte el balance ha de ser sincero, sin complacencias. Que más da no salir victorioso de la vida. Pocos salen.

Intento pensar en mi vida y no puedo dejar de sonreir. Sinceramente, creo que el mundo será un lugar peor cuando me muera. ¿Narcisista? Puede. Pero estos últimos siete años han sido especiales. ¿Sabéis cuando los niños juegan a mantener un burbuja de jabón suspendida en el aire? Así he estado yo los últimos siete años suspendido en el aire. Elevado. Y, como siempre, todo empieza con un amor. Un amor despojado de significado. Lo escribimos nosotros. Nos lo encajamos como un traje de neopreno. Sí, esos que usan los submaristas. Pegado a cada centimetro de nuestros valores. Un traje que, aunque cueste de creer, nunca nos apretó. Libremente me enamoré, libremente lo viví y libremente me dispongo a acabarlo. Un amor disruptivo en el tiempo, pero siempre pleno.

Estoy más acostumbrado a escribir de pollas, coños y otras dichas nihilistas. Me cuesta hablar de amores, souflés y sentimientos. Pero la muerte tiene eso: o te enfrenta a tus fastasmas o los dejas atrás.

En fin, un día la conocí. Punto. Así de sencillo. Ni ella, ni yo, pensamos nunca más que en un buen polvo. Pero, por suerte, las historias se tuercen. Y así abrí las ventanas de mi vida a un torbellino de aire fresco. Se me eriza el pelo mientras escribo. Lo experimentamos con una intensidad que mis bien vividos cuarenta años se acojonaban.

Desde el primer momento supe que mi novia era una terrorista. Una terrorista buena. Pero terrorista. Ella lo tenía claro: vivimos en guerra.Y la estamos perdiendo. Esta sociedad la ahogaba. Las injusticias la sublevaban. La vida le dolía. Sabía que había perdido antes de empezar. Y tenia esa rabia del que sabe que le ha tocado jugar una partida con las cartas marcadas. Nunca vi unos ojos con tanta vida. ¿Cómo no iba a enamorarme ?

Y ¿dónde está el problema? os preguntareís. Siempre hay un problema en una buena historia. Ese brillo desapareció. Los dos éramos conscientes. Habíamos construído tanto a nuestro alrededor que nunca lo afrontamos. Pero ambos sabíamos que teníamos una brecha. Ella se había alejado de la lucha. Yo lo había permitido.

No dije a nadie que me moría. Me cogí una semana de meditación. No le extrañó. Siempre disponíamos de nuestro tiempo. Lo compartíamos cuando lo deseábamos.

Deambulé por Barcelona hasta encontrar un grupo de policías. Encontré a cuatro. Respiré hondo. Me acerqué. Les pedí fuego. Y le solté un puñetazo al primero que creo que me rompí la mano. Qué decir que a él, más de un diente. Después de un primer momento de confusión me dieron la paliza de mi vida. Por una vez no empezaron ellos. Me dejaron medio insconciente tirado en la celda. Pasaron unas horas antes de poder moverme. Sonreí y me tomé la pastilla. En un minuto estaba muerto.

Lo que viene a continuación no lo viví. Obvio. Pero no creo que fuera muy diferente a lo que voy a contar.

Susto en comisaria. Miedo. Reproches. Pacto, o follamos todos o la puta al río. Llamada a mi compañera. Le dicen que me he suicidado en la comisaría.

La esperan en la puerta. No está para hostias. Exige verme. Le hablan pero es incapaz de escuchar. Sólo me ve a mi: muerto. De una paliza. Le dicen que yo pegué a un policía. Que no me mataron. Pero ella sabe la verdad. Su compañero no creía en la violencia. Se han equivocado de persona. Lo han matado. Llora. Pero si la policía hubiese visto bajo las lágrimas, esa noche no habrían podido dormir. Esos ojos volvían a brillar.