martes, 2 de junio de 2009

Historia de vida ( segunda parte)

En memoria de tio José

Mientras me voy relajando adquiero conciencia de lo ocurrido. Tiene una explicación sencilla, como suele ocurrir, y no es más que al ir subiendo, porque floto, de eso no hay duda, mi cabeza ha alcanzado el techo con el correspondiente chichón que yo he tenido a mal confundir con la colleja, a la vez que con un negro. Y no sólo eso, sino que medía dos metros (a estas alturas, y no sólo por estar flotando, ya no quiero saber nada de las pulgadas). ¿Dónde está mi negro?. Yo quiero al negro.
Rebobinando. Tengo cáncer. Me muero. Me han sedado. Estoy volando. Y quiero a mi negro. O un chochito, aunque lo tenga un negro, ¿un negro bajito, quizás?.
Miro hacia abajo. Estoy en mi habitación. Veo mi cama, mis medicamentos, a mi mujer y a mí. Esto ha sido mi último mes de vida. Tengo 47 años y se ha acabado la película. Y como en toda buena película, el prota muere.
Mi mujer está llorando a mi lado. Hasta el último momento me ha de joder. Supongo que eso el amor, joder con la persona que te jode.
Escucho hablar en el jardín. Tomo impulso, me ayudo con la lámpara e intento llegar a la puerta de la terraza. Aferrándome al marco de la puerta consigo bajar hasta el suelo. Un pequeño salto y estoy en la barandilla de la terraza del primer piso. Eureka. Son mis hermanos hablando en el jardín. Qué coño hacen en el jardín.
-¡Eo, eo, estoy aquí!– grito, agarrado a la barandilla.
-…el otro día en el mítin de Rosa Díaz me encaré con ella, derecho fundamental la educación en castellano, puede. Pero por encima está el derecho a comer. Y no supo qué decirme.- comentaba uno de mis hermanos.
-Si no creo en Dios que es todopoderoso como voy a creer en la democracia que está hecha por el hombre- le contestaba otro.
- ¿Una revolución? Como no sea en impagos ya me dirás tú.
Si no me muero de esta, que parece que sí, yo me los cargo. Hijos de puta. Que me muero. Y tenéis conversaciones de primero de sociología en barra de bar.
Si es que lo veo claro. Mi muerte es producto de mi comprensión de la sociedad. La vida no puede permitir que los seres adquieran un grado de comprensión tal que les otorgue la capacidad de destruirla. Igual que el ingeniero tiene capacidad para decidir en qué pared se ha de poner la carga explosiva, un estudioso del hombre conoce los resortes para destruirlo y, lo que es más peligroso, las teclas para que se subleve.
Es posible que esté ensalzando un poco mi inteligencia pero en caso de muerte, ya se sabe, el ego y las mujeres primero.
Regreso a la habitación. Suelto la puerta y poco a poco voy subiendo hasta que vuelvo a estar en el techo acurrucado en una esquina…
…Abro los ojos. Continúo colgado. Mi cuerpo en la cama. Mi mujer tumbada al lado. Yo, hueso. Ya no llora. Eso me alivia. Sostiene mi mano y la acaricia. Yo me fijo en el camisón. Bueno, me fijo en cómo le queda el camisón. Juraría que no lleva bragas. Coge mi mano inerte y se acaricia los muslos con ella. Mi cuerpo no siente nada, pero yo me estoy poniendo por las nubes, suerte del techo.
Me aferra la mano y se la pone en todo el coño, muy poco delicada, ella. A bulto. Y se refriega toscamente. Algo le hará, porque el ritmo se acelera.
Yo me estoy poniendo como una moto. Recostando la espalda en la pared, me la saco. La cojo con una mano y le arreo dos bofetones a la parte sobrante. El glande, sorprendido, se sonroja. Casi al instante un torrente de sangre alza mi polla. Podría romper ladrillos con mi puta polla. Y empiezo a masturbarme como un condenado.
El ritmo de su respiración aumenta al tiempo que se mete mi dedo en el coño. Empieza despacio. Tiene ojos de cachonda. Se mueve, de forma exagerada pero sincera. Contrariedad. Parón. Me agarra la mano entre las suyas, y a modo de rompenueces, me disloca el dedo gordo. Hijadeputa. Sabe ponerme cachondo. Acto seguido se introduce la mano entera. Gime como una perra. Y yo arriba, en el techo, pelándomela hasta desollarme. Gozo como si viviera. Arriba, abajo, arriba, abajo, mi mano va sola.
Con los ojos entrecerrados creo adivinar que se ha metido hasta el antebrazo, justo cuando me corro. Una parábola perfecta. Un chorreo inagotable le atraviesa la cara mientras ella saca el antebrazo, empuja des de dentro y suelta cantidades ingentes de líquido.
Qué bello espectáculo.
Tomo conciencia de que ha sido nuestro último momento de felicidad, tal vez el primero. No lo sé, nunca he sido hombre de mirar atrás.

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